La nueva Revista Orsai sale en febrero y tiene una crónica larga y serena sobre el nuevo Messi. El miércoles 21 de diciembre Casciari resumió la estructura de esa crónica en nueve minutos de radio. Y el jueves Lionel Messi dejó un mensaje de audio agradeciendo el texto, que lo hizo llorar.
Esta mañana recibimos un mensaje del propio Lionel Messi contando la emoción que le provocó el texto. Desde ahí, el cuento se hizo eco en la prensa.
Los sábados de 2003 por la mañana, TV3 de Cataluña transmitía en directo los partidos de las inferiores del Barça. Y en los chats de argentinos emigrados se repetían dos preguntas: cómo hacer dulce de leche hirviendo latas de leche condensada, y a qué hora jugaba el chico rosarino de quince años que hacía goles en todos los partidos.
En la temporada 2003-2004, Lionel Messi jugó treinta y siete partidos y convirtió treinta y cinco goles: el rating matutino de la TV catalana, esos sábados, superó al nocturno. Ya se hablaba de ‘aquest nen’ en las peluquerías, en los bares y en las tribunas del Camp Nou.
El único que no hablaba era él: en las entrevistas post partido a todas las preguntas el adolescente las respondía con un «sí», un «no» o un «gracias», y después bajaba la vista. Los argentinos emigrados hubiéramos preferido un charlatán, pero había algo bueno: cuando hilvanaba una frase se comía las eses, y decía ful en lugar de falta.
Descubrimos, con alivio, que era de los nuestros, de los que teníamos la valija sin guardar.
Había dos clases de inmigrantes: los que guardaban la valija en el ropero ni bien llegaban a España, decían «vale», «tío» y «hostias». Y los que teníamos la valija sin guardar manteníamos las costumbres, como por ejemplo el mate o el yeísmo. Decíamos yuvia, decíamos caye.
Empezó a pasar el tiempo. Messi se convirtió en el 10 indiscutido del Barça. Llegaron las Ligas, las Copas del Rey y las Champions. Y tanto él como nosotros, los inmigrantes, supimos que el acento era lo más difícil de mantener.
A todos nos costaba mucho seguir diciendo gambeta en vez de regate, pero al mismo tiempo sabíamos que era nuestra trinchera final. Y Messi fue nuestro líder en esa batalla. El chico aquel que no hablaba, nos mantenía viva la forma de hablar.
Así que, de repente, ya no solo disfrutábamos al mejor jugador que habíamos visto en la vida, sino que también vigilábamos que no se le escapara un modismo español en ninguna entrevista.
Además de sus goles, celebrábamos que, en el vestuario, siempre tuviera el termo y el mate. De repente era el humano más famoso de Barcelona pero, igual que nosotros, nunca dejaba de ser un argentino en otra parte.
Su bandera argentina en los festejos de cada copa europea. Su desplante cuando fue a los Juegos Olímpicos a ganar el oro para Argentina sin permiso de su club. Sus navidades siempre en Rosario, a pesar de que tenía que jugar en enero en el Camp Nou. Todo lo que hacía era un guiño para nosotros, para los que, en el año 2000, habíamos llegado con él a Barcelona.
Es difícil explicar cuánto nos alegró la vida a los que vivíamos lejos de casa. Cómo nos sacó del hastío de una sociedad monótona y nos justificó. De qué manera nos ayudó a no perder la brújula. Messi nos hizo felices de una forma tan serena, y tan natural, y tan nuestra, que cuando empezaron a llegar los insultos desde Argentina no lo podíamos entender.
Pecho frío.
Solamente te importa la plata.
Quedáte allá.
No sentís la camiseta.
Sos gallego, no argentino.
Si alguna vez renunciaste, pensálo otra vez.
Mercenario.
Viví quince años lejos de Argentina, y no se me ocurre pesadilla más espantosa que escuchar voces de desprecio que llegan del lugar que más querés en el mundo.
Ni dolor más insoportable que oír, en la voz de tu hijo, la frase que escuchó Messi de su hijo Thiago: «Papá, ¿por qué te matan en Argentina?».
Se me corta la respiración cuando pienso en esa frase de un chico a un padre. Y sé que una persona corriente terminaría invadida por el rencor.
Por eso la renuncia de Messi en 2016 a la Selección Argentina fue casi un alivio para nosotros, los inmigrantes. No podíamos verlo sufrir así, porque sabíamos cuánto amaba a su país y los esfuerzos que hacía para no romper el cordón umbilical.
Cuando renunció, fue como si, de repente, Messi hubiera decidido sacar un rato las manos del fuego. No solamente las suyas. A nosotros también nos quemaban esas críticas.
Ahí ocurre, creo yo, el hecho más insólito del fútbol moderno: la tarde de 2016 en que Lionel se cansó de los insultos y decidió renunciar, un chico de quince años le escribió una carta por Facebook que terminaba diciendo: «Pensá en quedarte. Pero quedate para divertirte, que es lo que esta gente te quiere quitar». Siete años después, Enzo Fernández, el autor de la carta, resultó el jugador revelación del Mundial de Lionel Messi.
Messi volvió a la Selección (lo dijo él mismo) para que esos chicos que le mandaban cartas no creyeran que rendirse era una opción en la vida.
Y al volver, ganó todo lo que le faltaba y cerró las bocas de sus detractores. Aunque algunos lo encontraron «por primera vez vulgar» frente a un micrófono. Fue cuando dijo: «Qué mirá’, bobo, andá payá». Para nosotros, los que vigilamos su acento durante quince años, fue una frase perfecta, porque se comió todas las eses y su yeísmo sigue intacto.
Nos alegra confirmar que sigue siendo el mismo que nos ayudó a ser felices cuando estábamos lejos.
Ahora algunos inmigrantes ya volvimos; otros se quedaron. Y todos disfrutamos ver a Messi volver a casa con la Copa del Mundo en su valija sin guardar. Esta historia épica no hubiera ocurrido nunca, si el Lionel de quince años hubiera escondido su valija en el ropero. Si de chico hubiera sucumbido al «vale» y al «hostia, tío». Pero nunca equivocó su acento ni olvidó su lugar en el mundo.
Por eso la Humanidad entera deseaba el triunfo Lionel con tanta fuerza. Nunca nadie había visto, en la cima del mundo, a un hombre sencillo.
Y ayer, como cada año, Messi volvió de Europa para pasar la Navidad con su familia en Rosario, para saludar a sus vecinos. Sus costumbres no cambian.
Lo único que cambia es lo que nos trajo en la valija.
Hernán Casciari (fragmento)